
Las mujeres de Covent Garden
Por ANDRÉS TAPIA
Ocurrió en los días postreros de la primavera de 2009. Con los modos de una guerrilla, feliz e improbablemente, el verano había tomado Londres por asalto y yo había perdido mi vuelo a México. Entonces British Airways sufría una aguda crisis financiera y sus siete vuelos directos a la Ciudad de México se habían reducido a tan sólo tres por semana: martes, jueves y sábado. Era el 2 de junio, martes, y en consecuencia mi regreso a casa se había postergado 48 horas. No lo lamenté.
Llamé por teléfono a Renata, una mujer albanesa que fungía de encargada de la casa de huéspedes en la que me había hospedado los últimos días, y le expliqué mi situación. “Sólo tengo disponible una habitación muy pequeña, Andrés”, me dijo, y no entendí en ese momento el porqué de su advertencia. Lo haría más tarde, esa noche, cuando hube de dormir abrazando mis maletas.
Renata hizo una concesión conmigo. Un par de noches las pasamos juntos en la terraza del lugar bebiendo whisky y fumando cigarrillos. Le había simpatizado, y ella a mí, y quizá una noche de esas Eros pasó volando por esa casa de huéspedes situada en el barrio de Elephant and Castle y dejó caer, accidentalmente, una pluma de sus alas. Al final, sin embargo, no fue suficiente.
La mañana siguiente, apenas despertar, decidí que dedicaría ese día a tomar fotografías. La historia, el cine, la literatura, su situación geográfica y los clichés que pueden extraerse de todo eso, han hecho de Londres una postal gris, brumosa, en la que llueve siempre, o casi siempre. Sí, siempre, o casi. Pero no siempre.
Cuando se pinta de sol y de verde, Londres es una ciudad irreconocible y soberbia que puede escupirle en la cara a París y decirle: “Tú no eres la más bella… ¡mírame!”.
La tarde del 3 de junio de 2009, una tarde en que Londres se pintó de sol y de verde y le escupió en el rostro a París, me dirigí al distrito de Covent Garden, uno de los barrios más antiguos y hermosos de Londres. Anduve sin andar, mirando sin mirar, y después de un rato me dejé caer en una de las aceras que rodean la Piazza. Un músico negro de mediana edad, armado con una guitarra y un amplificador, cantaba “Father & Son” mientras turistas y locales caminaban, con destino o sin certezas, alrededor del mercado.
Un par de horas antes de llegar ahí, mientras viajaba en el subterráneo, una mujer joven que sostenía un sobre amarillo en la mano derecha, portaba un reloj Cartier en la muñeca izquierda y en su rostro exhibía una tristeza indecible, llamó mi atención. En tanto mi cámara colgaba de mi cuello, ajusté el visor plegable y le tomé una foto.
Con un café en la mano, mientras el músico negro cantaba: Find a girl, settle down, / If you want you can marry / Look at me, I am old, but I’m happy, miré la foto de aquella chica triste y, agazapado detrás de la seguridad del telefoto de mi cámara, comencé a tomar fotografías de las mujeres de Covent Garden.
Andaban, escribían notas en cuadernos, se dirigían al subterráneo o ascendían de él, y en medio de todo eso escuchaban al hombre negro que en un recodo de la Covent Garden Piazza había conseguido detener el tiempo y unificado las emociones una tarde simple de sol y melancolía, acaso tanta o más como la que miré en el rostro de aquella chica que contemplé en el metro.
Y también hablaban en sus teléfonos móviles, los miraban, sonreían entre ellas o aguardaban por un cliente en una panadería o en un restaurante italiano de segunda clase.
No soy un buen fotógrafo, no es mi profesión. Carezco de la técnica, del equipo necesario y de la velocidad en los dedos para acertar a ese nanosegundo en el que una imagen se convierte en arte. Sin embargo, soy capaz de reconocer la belleza. Y si me dan tiempo, ese tiempo que no posee nunca un fotógrafo profesional, con un poco de suerte puedo retratarla.
No permanecí inmóvil. Me moví varias veces con la intención de hallar más luz natural, de encontrar un ángulo distinto, de reconocer desde otra distancia y otro concepto los rostros de las mujeres de Covent Garden.
Capté a una chica de rasgos orientales bebiendo agua; a cuatro musulmanas que alegres parecían dirigirse a La Meca; a dos negras, bellísimas, que tenían la mirada perdida; a una mujer embarazada que comía una paleta de hielo, y a una rubia que cruzó delante del músico negro y le ignoró como si estuviese sorda.
Todas esas imágenes están fuera de foco.
Todas. Excepto una.
Una mujer rubia, con lentes de sol, blusa negra sin mangas y un enorme bolso marrón, revisaba su teléfono delante mío. Sentada en una acera, en posición de flor de loto, parecía ignorar al mundo. Hice uso del visor plegable, me situé frente de ella, y tomé una, dos, tres, diez… acaso cien imágenes. Y al final lo conseguí: una imagen simétrica en primer plano, desacralizada en segundo por la presencia de las piernas de un hombre detrás suyo, y el paso veloz de otro individuo que portaba zapatillas deportivas en color rojo.
Estoy enamorado de esa foto. Fotógrafos profesionales, amigos míos o no, han reconocido y acusado envidia de la misma. No tienen qué hacerlo, yo sé lo que hice. Y no pido perdón por mi soberbia. No tengo por qué. No creo en Yahveh, no creo en Cristo y, consecuentemente, no creo en esa superchería de la cultura de la culpa auspiciada y fomentada eternamente por las taras de judíos y cristianos.
Es sólo que, hoy me entero, pude haber cometido algo parecido a un crimen –o llanamente un crimen–por haber tomado esa foto, esas fotos.
Mea culpa.
En mi descargo diré que buscaba retratar la belleza, no mancillarla, y que adoctrinadas o adoctrinantes, viles o envilecidas, las opiniones de aquellas personas que hoy protagonizan una cacería de brujas auspiciada por la inobjetable vileza de unos cuantos, han alcanzado los desvaríos impredecibles del fanatismo y la venganza.
Pueden castrarme mañana.
Pero ustedes, un día, acaso uno pintado de sol y de verde, habrán de arrancarse los ojos como lo hizo Edipo.